14/12/14

Vivir en el miedo

Yo no sabía por qué mi abuela vivía con miedo. Tiempo después, comprendí que el terror de los estruendos de los bombardeos permanecen enquistados en el alma, aprisionados en la memoria como un eco perenne. Y entendí que era una razón suficiente. Ella, hoy, volvería a vivir con miedo. Y tanto ella como yo tendríamos razones suficientes.

Recuerdo las recogidas tardes en las que mi madre y mi abuela cosían. Tardes de los últimos años setenta de otro siglo. Tardes en las que yo ya hacía preguntas y en la calle las preguntas se transformaban en gritos. Casi invariablemente, la respuesta se repetía como una consigna: "Calla. No hables de esas cosas". Ahora, muchos años después, temo que aquella frase vuelva a escucharse de nuevo con una frecuencia que parecía olvidada. Y será otra vez el miedo quien se esconderá detrás de este llamamiento al silencio.

La Ley Mordaza, a punto de entrar a formar parte de nuestras vidas, se encargará, como lo hacen en la noche las sombras amenazantes tras una esquina, de inducirnos al desasosiego y a retroceder unos pasos ante el temor de lo que nos acecha. Con la nueva Ley de Protección de Seguridad Ciudadana, y su apelación al orden público (algo que recuerda dolorosamente a aquel T.O.P. de despreciable evocación), la participación de la ciudadanía en sus propios y públicos asuntos pasará a formar parte del terreno gobernado por las monstruosas quimeras, lugar al que también marcharán las libertades de expresión, reunión o manifestación.

¿Qué son el orden público, la seguridad ciudadana? ¿El mantenimiento de una calma chicha que, como dice Arturo Ortega, "desespera, en la que no hay negro ni blanco, ni frío ni calor, ni bien ni mal... la que sabe a muerte"? ¿Son el orden y la seguridad de esta ley los deseados por esos santos varones y esas santas señoras que exhiben sus golpes de pecho y tratan de disimular su desprecio cuando miran de reojo a tanta chusma alevantadiza? El verdadero orden público y la auténtica seguridad ciudadana residen en la justicia social, en la comida y la cena diaria no mendigada ni extraída de los cubos de basura, en la desaparición de tanto sueldo miserable con los que la pobreza queda anclada bajo nuestros pies, en la imposibilidad de que los ricos alimenten su imparable abundancia expulsando a las familias de sus casas, en la educación en libertad, en la apropiada y no caritativa atención a los dependientes, en el derecho a una sanidad pública que no sirva de negocio para los que especulan con nuestra salud, en un estado construido con el esfuerzo de todos y al que todos atiende pues su sentido sólo puede encontrarse en el bienestar y la solidaridad. El orden público y la seguridad ciudadana residen en la dignidad colectiva.

Vivir con la sensación de que se ríen constantemente de uno, de que ya sólo somos dianas en las que clavar todos los dardos de la humillación, se hace muy poco llevadero. Los marianos, rodrigos, marías dolores, iñakis y tantos otros que pululan por este suelo patrio, ese al que dicen amar tanto, se han dedicado a destruir y vender lo que es de todos, a estafar nuestra confianza, a expoliar el patrimonio público. Y ahora necesitan controlar la ira que han avivado. Ya somos todos sospechosos, presuntos delincuentes, teóricos alborotadores. La voz y la palabra ya son elementos subversivos. Opinar y criticar, ocupar las aceras y ejercer el derecho al desacuerdo serán acciones peligrosas.

¿Cuál ha de ser la respuesta ante la injusticia? ¿Esperar a que las cosas cambien en un año? Apuesta arriesgada intuyendo lo que va a suceder en los próximos meses en los que se multiplicarán los mensajes de "viene el lobo" o "se acerca el caos". Hay tantos ánimos permeables... ¿La desobediencia, ser ilegal para ser justo? Por el momento, yo invito humildemente a no callar.

Son múltiples los frentes que van a abrirse cuando comience la aplicación de esta ley. Si dispones de unos minutos para saber lo que sucederá, lee el análisis realizado desde la Plataforma "No somos delito".